296. Invernalia

No soy adicto a las series de Netflix pero algunas reconozco que me atraparon, otras, en cambio, me expulsaron.

Entre las primeras destaco Merlí, y de las segundas, el trofeo se lo otorgué a Games of Thrones, de la cual soporté solo algunos capítulos. Ni siquiera me pudo atrapar la hermosa rubia blanquecina con sus reconocidos encantos.

Me espantó el frío reinante en Invernalia. Me desesperó ese muro de hielo que significaba, sin duda, el límite de la vida.

Una noche, invadido por escalofríos decidí apagarla, para siempre. (Se acabó Invernalia, me dije).

Vino también a mi memoria la historia que me contó un tal Omar Quinteros, un colega universitario venezolano gocho, esto es, proveniente de la región andina, única zona fría del Caribe. Los nacidos por allí son llamados gochos.

Sin embargo, su origen andino no le sirvió de mucho. Omar me contó una vez que vivió por varios años en Colorado, USA, haciendo un doctorado. Lo volvió loco la nieve del invierno. Le originó un verdadero trauma. Me contaba que muchos años después, ya viviendo en Caracas,  a veces, distraído miraba una película en la televisión y de pronto se sentía descompuesto. En la pantalla había escenas en la nieve. No exagero yo,  ni exageraba él, veía nieve en la TV, se descomponía y lo invadía el mal humor. Así son las fobias, pienso.

Yo pasé la infancia y la adolescencia en las sierras cordobesas y recuerdo inviernos fríos. Recuerdo el viento de las noches bajando de los cerros poniéndonos dura la piel de la cara; recuerdo escarchas mañaneras en las calles que nos permitían patinar sobre ellas cuando íbamos a la escuela a las ocho de la mañana. Recuerdo aulas sin estufas y nosotros adentro, con bufanda. Recuerdo noches bajo cero pescando alegres en el dique, y luego durmiendo en el piso de cemento, en la casa del cuidador, sobre pellones de ovejas. 

Quiero decirlo: desde chico conocí, viví y disfruté el frío.

Pero luego viví catorce años en el Caribe, con temperaturas benignas de veinticinco grados en Caracas y cercanas a cuarenta grados en la humedad  del Orinoco, donde trabajábamos, y también en el calor placentero de las playas. 

Todo ese tiempo cálido me acercó a los sentires de aquel Omar Quinteros, a compartir con él el desagrado por el frío y por la nieve, que es bella verla en las postales y terrible cuando hay que retirarla del terreno. Y por el frió insoportable que despide cuando se derrite.

Estas dos semanas de intenso frío que soportamos en Córdoba, me hizo decididamente partidario del verano. Pienso, recuerdo, siento: el calor molesta, pero el frío mata.

Las regiones frías del mundo están organizadas. Disponen de las defensas necesarias. Se puede recorrer a las ciudades heladas por confortables galerías comerciales. En los hogares no falta la calefacción. Todo el mundo tiene acceso a las ropas adecuadas. Nadie duerme en la calle, nadie.

Yo aquí, en mi cabaña, con mi estufa rusa y un poco de leña me defendí bastante bien. Del mismo modo mis vecinos. Veía salir el humo de sus chimeneas.

Pero pienso, no puedo dejar de pensar, en toda la gente sin recursos, viviendo en casitas con techo de chapas sostenidas por ladrillos apoyados; con ventiscas que se filtran por puertas y ventanas que no cierran bien; con poca energía térmica porque todas las formas de energía hoy son caras. 

He visto fotos de chicos jugando en las callejuelas, sin medias, en zapatillas. 

Estoy pensando: la pobreza y el frío son irreconciliables.

Sigo pensando: escuelas con ventanas abiertas, en medio de semejante frío, es una locura.

No hay abrigo que alcance cuando te penetra el frío.

Arriba de todo eso, bastante más arriba, señores plantean y discuten estrategias como si todo el país fuera – por lo menos – de clase media.

Lo sé, viven en la Capital, en casas confortables, en barrios cerrados, con guardias en las noches. Analizan si deben dejar llegar y partir aviones, mientras a pocos kilómetros de allí, ni colectivos pasan. Y unas cuadras más allá todavía se mueven carros tirados por caballos.

El frío nos obliga a pensar. En nuestro país hay que comenzar por estudiar a las desigualdades. Construir un modelo que pueda resolverlas. No se trata de seguir tratando de meter en un tubo al Río Matanzas. Hace cincuenta años que se vienen gastando no sé cuántos subsidios del BID para limpiarlo, y nunca lo logran. Ya lo han limpiado cientos de veces para seguir ensuciándolo. Colecciones de funcionarios han vivido gracias a eso.

Y el río se ensucia, porque en sus nacientes y en sus costados, nada está resuelto.

Cosas que se le parecen están sumándose en todo el territorio del país.

BASTA.

El Covid, y el frío, nos están obligando a pensar en algo nuevo.

Esta política que practicamos ya no es reciclable. Hay que volver a construirla desde cero.

Ya están apareciendo nuevamente – en los medios –  los mismos rostros, que quieren ganarse una buena oficina en la Capital, con un buen sueldo, todo resuelto. Desde una banca, por ejemplo.

Para que la gente le pregunte: “Doctor, que piensa hacer Ud. si gana?”

“Aquí tengo un proyecto de ley: vamos a recuperar el Río Matanzas”.

Todo parece que seguirá igual.

Espacio Cultural El Sitio

Julio 3, 2021.

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